Historia del Presente 3
La cuestión agraria en el franquismo
Mientras que el clericalismo, y su otra cara el anticlericalismo, fueron superados, tras una tentativa de “recatolización” de la sociedad española durante el primer franquismo, debido a la secularización acaecida desde los años sesenta, la “cuestión agraria”, es decir, las diversas tentativas de reforma social que contrarrestara el balance de las desamortizaciones y las luchas del mundo campesino, fue superada por las políticas de la contrarreforma agraria franquista y la transformación de la sociedad española, reiniciada durante los años cincuenta con el descenso de la población activa agraria y el crecimiento de las ciudades. En efecto, desde comienzos de la década de los cincuenta, y con anterioridad al Plan de Estabilización y Liberalización económica de 1959, se produjo un descenso de los activos agrarios y un crecimiento de la población que vivía en núcleos urbanos de más de diez mil habitantes. Una vez que desaparecieron los controles políticos que intentaban contrarrestar la emigración desde el campo a la ciudad, y desde esta al extranjero, bien al continente americano durante los años cincuenta o bien, con posterioridad, a Europa, el abandono del campo fue incontenible. Durante los cincuenta se disparó el descenso del número de jornaleros que, enseguida, se generalizaría al mundo de los agricultores, de los pequeños medianos propietarios de la mitad septentrional de España. Además del atractivo que la naciente sociedad de consumo tenía para la población rural, de la que se beneficiaban sobre todo las ciudades, otros factores coadyuvantes de este movimiento migratorio tuvieron que ver con el marco político de la dictadura franquista.
Presentación
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El final de la “cuestión agraria” durante el franquismo
Abdón Mateos
Desde los comienzos de la Historia Contemporánea de España, con
la consolidación de la España liberal, se abrieron conflictos como el
clerical/anticlerical y la cuestión de la tierra, que recorrieron todo el largo siglo XIX
y buena parte del siglo XX hasta el triunfo de la contrarrevolución en la guerra civil
de 1936-1939 y la implantación de la dictadura de Franco. Fue, precisamente,
durante la dictadura franquista cuando esos conflictos seculares que habían sido
líneas de fractura fundamentales de la historia contemporánea española tocaron a su
fin.
Mientras que el clericalismo, y su otra cara el anticlericalismo, fueron
superados, tras una tentativa de “recatolización” de la sociedad española durante el
primer franquismo, debido a la secularización acaecida desde los años sesenta, la
“cuestión agraria”, es decir, las diversas tentativas de reforma social que
contrarrestara el balance de las desamortizaciones y las luchas del mundo campesino,
fue superada por las políticas de la contrarreforma agraria franquista y la
transformación de la sociedad española, reiniciada durante los años cincuenta con el
descenso de la población activa agraria y el crecimiento de las ciudades.
En efecto, desde comienzos de la década de los cincuenta, y con
anterioridad al Plan de Estabilización y Liberalización económica de 1959, se
produjo un descenso de los activos agrarios y un crecimiento de la población que
vivía en núcleos urbanos de más de diez mil habitantes. Una vez que desaparecieron
los controles políticos que intentaban contrarrestar la emigración desde el campo a la
ciudad, y desde ésta al extranjero, bien al continente americano durante los años
cincuenta o bien, con posterioridad, a Europa, el abandono del campo fue
incontenible. Durante los cincuenta se disparó el descenso del número de jornaleros
que, enseguida, se generalizaría al mundo de los agricultores, de los pequeños y
medianos propietarios de la mitad septentrional de España.
Además del atractivo que la naciente sociedad de consumo tenía para la
población rural, de la que se beneficiaban sobre todo las ciudades, otros factores
coadyuvantes de éste movimiento migratorio tuvieron que ver con el marco político
de la dictadura franquista. En primer lugar, como es bien conocido, la
contrarrevolución franquista se basó en la destrucción de todo el tejido asociativo y
cooperativo legado por la movilización campesina y la politización del mundo rural
durante los años de la segunda república. La ilegalización del sindicalismo
campesino republicano y la represión de sus dirigentes fue una realidad desde los
comienzos de la guerra civil en los territorios que fueron controlando los sublevados.
A menudo, además, las tropas franquistas y las milicias falangistas practicaron una
política de terror indiscriminado en los medios campesinos republicanos que
desbordaba la mera represión política.
En esta línea, el ensayo de Julio Prada ilustra, desde el marco geográfico de
la provincia de Orense, tanto la movilización campesina durante la etapa del Frente
Popular en 1936 que, gracias a las afiliaciones colectivas, permitió un rapidísimo
crecimiento del número de teóricos miembros del PCE a través de la Federación
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Provincial de Campesinos, como la naturaleza de la represión franquista durante los
primeros momentos de la guerra civil. Prada examina el carácter selectivo de la
represión dirigida contra los dirigentes del sindicalismo campesino, proponiendo la
tesis de la existencia de una represión de estatus más que de clase, es decir, dirigida
contra los líderes que tuvieran poder y prestigio en la sociedad republicana. Las
diversas caras de la represión crearon un ambiente de miedo, desconfianza y
desmovilización que se prolongaría en el medio rural durante toda la dictadura
franquista.La destrucción del tejido asociativo y el control social ejercido por los
representantes locales de las burocracias del franquismo, denominadas gráficamente
por Ramón García Piñeiro “Boina, Bonete y Tricornio”, nos conducen al proceso de
acomodo y supervivencia a la dictadura, que ha examinado Conxita Mir, de la
población española en los medios rurales.
García Piñeiro se detiene en la significación del control político otorgado al
falangismo de Estado, que “remendó las redes del viejo clientelismo rural” y fue
utilizado como fuerza de choque en las tareas represivas. Además examina la
realidad de las instituciones encargadas del nuevo orden agrario del franquismo
como las Hermandades de Labradores, el Sindicato de Ganadería, la Cámara Sindical
Agraria y las Uniones de Cooperativas.
La conversión de buena parte de los ganaderos y de los trabajadores mixtos
en proveedores de la industria lechera, como había ocurrido durante la etapa
republicana en Cantabria, provocó el surgimiento de una conflictividad agraria en
Asturias desde el comienzo de los años cincuenta.
La desmovilización social que pretendía la dictadura franquista se
encomendó no sólo a los burócratas del Movimiento sino a la Guardia Civil, apoyada
por el Ejército en algunos momentos, y a los párrocos.
Que la represión, el control y la desmovilización social constituían la
verdadera naturaleza de la contrarrevolución franquista lo demuestra la debilidad de
las instituciones del nuevo orden agrario de la dictadura. Como analiza el doctorando
Carlos Criado, las Hermandades de Labradores y Ganaderos, a pesar del teórico
encuadramiento obligatorio de la totalidad de los productores, fuesen propietarios o
campesinos sin tierra, no consiguieron absorber a las cooperativas ni pasar de ser una
entidad paraestatal, viendo como era demorada la constitución de un órgano directivo
central hasta los años sesenta. En 1947, la fusión de las Cámaras Agrarias y de las
Hermandades provinciales en el seno de las Cámaras Oficiales Sindicales Agrarias
limitaron aún más las posibilidades de un “proyecto falangista autónomo de
sindicalismo agrario”.
Sobre la realidad de la implantación del sindicalismo vertical en el mundo
rural reflexiona del mismo modo Emilio Majuelo. La pretensión totalitaria del
proyecto sindical falangista de encuadrar a todas las entidades asociativas afectas,
incluidas las procedentes del catolicismo social, se mostró mviable. Los sindicatos
agrarios católicos manifestaron una notable capacidad de resistencia a las
aspiraciones unificadoras del falangismo de Estado sobre todo tras la aprobación de
la ley de Cooperativas de 1942 que transformaba a la Confederación Nacional
Católico Agraria en la Unión Nacional de Cooperativas del Campo. Las Uniones
Territoriales de Cooperativas (UTECO) lograron preservar un notable grado de
autonomía frente a las Hermandades de Labradores de FET hasta, al menos, el final
de los años cincuenta. Los sindicatos agrarios católicos, sobre todo en las provincias
de mayor presencia del carlismo y/o tradición católico social, no sólo demoraron a lo
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largo de los años cuarenta la efectiva constitución de las Uniones sino que se
resistieron a que los nuevos asociados, incorporados ya en la era de las UTECO,
tuvieran representación efectiva en las asambleas y órganos rectores de éste
cooperativismo empresarial de origen católico.
Como concluye Emilio Majuelo, esta tensión entre Hermandades de FET y
las Cooperativas católicas resulta una excelente evidencia “de la imposibilidad de
implantar un aparato totalitario de partido sobre la sociedad ni tan siquiera en los
primeros momentos del régimen franquista». La naturaleza contrarrevolucionaria del
primer franquismo se impuso a la tentativa de fascistización de los primeros años
cuarenta.
La política agraria del franquismo cuenta con excelentes estudios entre los
que cabe destacar la obra de Carlos Barciela. Buena parte de los estudiosos se han
detenido en el análisis de la política de colonización y la política triguera. La
primera, desarrollada desde el Instituto Nacional de Colonización, afectó únicamente
a un 2% de la población activa rural (cerca de 60.000 colonos) adquiriendo medio
millón de hectáreas. La colonización, con largos antecedentes en la historia española,
fue un complemento de la política hidráulica y formó parte de un programa de
reforma técnica agraria (junto a la concentración parcelaria o la extensión agraria)
que pretendía un incremento de la productividad. Sin embargo, como señala
Cristóbal Gómez Benito, el auge de la colonización y de la política de riegos durante
los años cincuenta fue “disfuncional”, es decir, llegó demasiado tarde pues coincidió
con la crisis de la agricultura tradicional y el éxodo rural, beneficiando sobre todo a
los grandes propietarios.
Los magros resultados de la colonización llegaban después del
estancamiento o incluso retroceso productivo provocado por los desastres de la
guerra civil pero también por la represión y el intervencionismo estatal (el control de
precios) del sistema autárquico del primer franquismo, por lo que no pudo frenar el
éxodo rural. El mantenimiento de la agricultura tradicional, así como el incremento
de la producción olivarera crecientemente mecanizada, trajo consigo la expulsión
masiva de población jornalera y campesina desde los años cuarenta en Andalucía
oriental. Esta “hemorragia demográfica”, en términos de Francisco Cobo y Teresa
Ortega, dejó un saldo migratorio negativo de 200.000 habitantes en Andalucía
durante los años cuarenta, 580.000 en la década de los cincuenta, y 840.000 durante
los sesenta. De la totalidad de los emigrantes andaluces entre el final de la guerra
civil y el tardofranquismo una cuarta parte provenía de las tierras jiennenses.
En definitiva, la contrarrevolución franquista puso en marcha instrumentos
como la represión, el control social desmovilizador y el intervencionismo autárquico
del mercado productivo que, junto al éxodo rural (provocado en gran medida por esas
políticas de la dictadura a pesar de los iniciales frenos de la retórica agrarista),
pusieron fin a la «cuestión agraria” que había recorrido la historia contemporánea
española desde la implantación del orden liberal moderado.
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