Intelectuales y segundo franquismo. Historia del Presente 5

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Se incluyen en este número algunas de las claves que expliquen o nos ayuden a comprender mejor no sólo la relevancia de la actividad intelectual  durante, con y contra el franquismo, sino también las raíces de nuestra cultura democrática presente. Así se hace, de manera explícita, en dos obras fundamentales y renovadoras de nuestra historia cultural publicadas recientemente,

Historia del Presente 5
Intelectuales y segundo franquismo

La resistencia silenciosa, de Jordi Gracia, e Historias de las dos Españas, de Santos Juliá. De ahí que la anterior polémica en tomo al supuesto “erial” de la cultura
franquista haya quedado superada, o mejor dicho englobada, por un debate con menos connotaciones políticas, más académico, que no contrapone opiniones opuestas ni “excluyentes”, por utilizar una terminología muy propia del tema. Y por supuesto con menos connotaciones personales que otras disputas bastante enconadas que le han precedido en torno a las figuras de Ortega y Gasset (“maestro en el erial” en un libro de Gregorio Morán), y de Aranguren (“delator franquista” en la polémica que tuvo lugar en las páginas de El País durante el verano de 1999, con intervención de Javier Marías, la familia Aranguren, Javier Muguerza y Elías Díaz, y que puede consultarse completa en la página web www.filosofía.org). Disputas que vienen de lejos —de las críticas de Alfonso Sastre a la “escuela de Madrid” de Julián Marías y los orteguianos, o las de Francisco Umbral a los “laínes” en La leyenda del César visionario, o de la Literatura fascista española de Julio Rodríguez Puértolas- y que confirman, aparte del consabido narcisismo intelectual, la trascendencia no sólo historiográfica de la cuestión que aquí tratamos. Santos Juliá y Jordi Gracia, al igual que otros autores que en el debate han
participado, en particular Javier Pradera, Elías Díaz, Feliciano Montero, Alicia Alted o Abdón Mateos, están de acuerdo en muchas cosas, seguramente las fundamentales.

Presentacion

El tema de los intelectuales  y el franquismo no es baladi y que su interés parece trascender para entrar de lleno en el ámbito de la historia política, social y cultural de la dictadura, y del proceso de transición hacia la democracia. En otras palabras, los historiadores que se han ocupado recientemente del tema parecen buscar en él algunas de las claves queexpliquen o nos ayuden a comprender mejor no sólo la relevancia de la actividadintelectual durante, con y contra el franquismo, sino también las raíces de nuestracultura democrática presente. Así se hace, de manera explícita, en dos obras fundamentales y renovadoras de nuestra historia cultural publicadas recientemente,
La resistencia silenciosa, de Jordi Gracia, e Historias de las dos Españas, de Santos Juliá.
De ahí que la anterior polémica en tomo al supuesto “erial” de la cultura
franquista haya quedado superada, o mejor dicho englobada, por un debate con
menos connotaciones políticas, más académico, que no contrapone opiniones
opuestas ni “excluyentes”, por utilizar una terminología muy propia del tema. Y
por supuesto con menos connotaciones personales que otras disputas bastante
enconadas que le han precedido en torno a las figuras de Ortega y Gasset
(“maestro en el erial” en un libro de Gregorio Morán), y de Aranguren (“delator
franquista” en la polémica que tuvo lugar en las páginas de E l País durante el
verano de 1999, con intervención de Javier Marías, la familia Aranguren, Javier
Muguerza y Elias Díaz, y que puede consultarse completa en la página web
www.filosofía.org). Disputas que vienen de lejos —de las críticas de Alfonso Sastre
a la “escuela de M adrid” de Julián Marías y los orteguianos, o las de Francisco
Umbral a los “laínes” en La leyenda del cesar visionario, o de la Literatura fascista española
de Julio Rodríguez Puértolas- y que confirman, aparte del consabido narcisismo
intelectual, la trascendencia no sólo historiográfica de la cuestión que aquí
tratamos.
Santos Juliá y Jordi Gracia, al igual que otros autores que en el debate han
participado, en particular Javier Pradera, Elias Díaz, Feliciano Montero, Alicia
Alted o Abdón Mateos, están de acuerdo en muchas cosas, seguramente las
fundamentales. A nadie – a menos que escriba en A B C – se le ocurre hoy poner en
duda que la guerra y la represión de una larga posguerra supusieron una ruptura
neta, tan profunda como duradera, sin parangón en la Europa contemporánea, ni
siquiera entre los regímenes fascistas que no necesitaron de una contienda bélica
para imponerse. La guerra, como su mismo nombre indica, fue “civil”, es decir, el
tercer contendiente fue la población y, en un lugar muy destacado, los intelectuales
y el mundo de la cultura. Miles de maestros, profesores, escritores, artistas, técnicos
14 Javier Muñoz Soro
y científicos pagaron con su vida, con la cárcel o con el exilio su defensa de esa
“República de los intelectuales” que para los vencedores y para la Iglesia católica,
igualmente vencedora, había sido la gran culpable de los males patrios y verdadera
encamación de la “Anti-España”.
A partir de ahí unos, como Santos Julia o Javier Pradera, ponen el acento en
las rupturas y los fracasos, en los “grandes relatos” por usar la terminología de
Lyotard; otros, como Jordi Gracia y Elias Díaz, en las continuidades con el pasado
que pueden rastrearse tras esa indudable ruptura, señales del futuro porvenir,
“pequeños relatos” que coexistieron con aquellas otras interpretaciones
esencialistas, metafísicas y cargadas de retórica de la historia de España, sin duda
alguna hegemónicas durante los primeros veinte años de la dictadura. En las líneas
siguientes vamos a intentar explicitar y definir los puntos fundamentales de la
polémica, lo que nos llevará a fijamos en los desacuerdos, como es lógico, por
mucho que éstos sean en último término, repetimos, menos significativos que los
acuerdos sobre la interpretación general del periodo. Y el desacuerdo empezó en
las Jom adas por cuestiones nominales, desde la misma referencia a los “nuevos
maestros” presente en el título, hasta la conjunción copulativa entre los dos
términos de la mesa redonda “Continuidad y ruptura de la tradición liberal”, que
para algunos debía ser sustituida por la disyuntiva “o”. Se apuntó entonces la
necesidad de integrar ambos fenómenos, la ruptura y la continuidad, en un único
modelo epistemológico que ayude a interpretar el cambio histórico, porque bajo la
apariencia banal de esas conjunciones se esconde, de hecho, el sentido de las
distintas interpretaciones.
Jordi Gracia afirma en su libro que «defiendo la subsistencia de la tradición
liberal, cohibida y escondida, como fundamento del futuro», cuya resurrección
«coincide con el desahucio intelectual y biológico de una cultura fascista», que sitúa
a mediados de los años cincuenta. Las pruebas que aporta, los datos y citas que trae
a colación, sacados en particular de las revistas de los jóvenes falangistas y del SEU
como Alcalá, L a Hora, A lférez A cento Cultural o Laye, son apabullantes. Así lo
admite Javier Pradera, quien, sin embargo, no se reconoce en ese retrato de época,
como ha declarado públicamente al diario E l País y en otro seminario organizado el
pasado mes de diciembre por la Fundación Pablo Iglesias en Madrid.
Para los de su generación, la del 56, opina Pradera que esos que Gracia llama
«liberales desarbolados», en especial Ortega, eran ya poco más que fantasmas —o
simples fantoches, como Marañón—y poco contaron en la formación y menos aún
en los proyectos de futuro de unos jóvenes recién convertidos al marxismo. El
problema está, según Pradera, en que esa «gestualidad cultural, estética, ética y aún
estilística» que Gracia ha buscado por doquier no sería mucho más que eso, gestos
insignificantes ante la brutalidad y la omnipresencia totalitaria de una cultura
fascista y católica que arrasó todo, todo, y que por eso cuando su fracaso se hizo
evidente no pudo dejar más que el vacío. El mismo que encontraron en 1956 esos
jóvenes que escribían en las revistas del SEU, socializados en el fascismo y el
catolicismo de sus padres y hermanos mayores. Pradera no ve esos «avisos capaces
de notificar la supervivencia de una mentalidad ajena al nuevo lenguaje y a los usos
Intelectuales y franquismo: un debate abierto 15
del nuevo poder», y aún admitiendo que existieran realmente, no cree que
provinieran o llegaran más que a una reducidísima minoría ilustrada, la de unos de
pocos cachorros de la “revolución pendiente” tolerados por el régimen, y que en
ningún caso significativo tales avisos formaron el hilo de una continuidad que
afloraría de las ruinas del sueño totalitario, a partir de 1956.
Santos Juliá es, en términos generales, de la misma opinión. La recuperación
de Ortega o Machado por la vanguardia falangista reunida en tomo a Escorial, es
decir, los Dionisio Ridruejo, Laín En traigo, Antonio Tovar, Aranguren, Torrente
Ballester o José Antonio Maravall, era parcial e interesada, pues estaba al servicio
de un proyecto nacionalista y cultural de “alta manera”. El único que mereció
realmente en España el nombre de “fascista”, semejante al intentado por Gentile
en los primeros años de la Italia fascista: se trataba de asimilar al enemigo una vez
vencido por las armas y de incorporar lo que ellos, y sólo ellos, los intelectuales
fascistas, consideraban positivo —es decir, útil a su proyecto político de Nuevo
Estado—para incorporarlo al acervo nacional. El pensamiento de aquellos viejos
maestros liberales quedaba despojado, por tanto, de sus elementos “disgregado-
res”, opuestos a la doctrina católica, “perniciosos” para la nueva juventud española
y de cualquier carga política. O, lo que es lo mismo, de sus aspectos precisamente
más liberales. No habría sido otra cosa, como reconoció el más lúcido y honesto de
aquellos hombres, Dionisio Ridruejo, que «una farsa, un falso testimonio, un ardid
de gentes aprovechadas que querían sumar y con la suma legitimar la causa a la que
servían y cuyo reverso era el terror».
Incluso cuando cayó bajo las bombas la utopía imperial de crear un nuevo
orden europeo, después de 1945, y ese proyecto ya no pudo presentarse como
fascista, en la España como problem a de Laín, de 1949, o en el proyecto “compren
sivo” auspiciado por Joaquín Ruiz-Giménez en el Ministerio de Educación
Nacional desde 1951, no latía tampoco el liberalismo, sino la voluntad de integrar
al vencido y al exiliado en la gran empresa nacional, aunque ahora se tratara de
comprender sus razones. Lo cual, tampoco hay que olvidarlo, no era poco para los
tiempos que corrían y a la vista del amplio frente de los “excluyentes”, pero en
ningún caso suponía renunciar a que dicha integración se llevara a cabo dentro del
régimen nacido el 18 de julio y bajo la guía del Caudillo victorioso. Hizo falta un
nuevo fracaso, en esta segunda experiencia de poder, para que el grupo de
falangistas católicos procedente de Escorial o de sus aledaños se dispersara y
emprendiera caminos diferentes en sus respectivas conversiones personales, que les
acabaron llevando a la oposición ya en los años sesenta. En palabras de Santos
Juliá, «fue entonces, pero sólo entonces, cuando los arrojados [del poder]
comenzaron a hablar, primero con reticencias y luego abiertamente un lenguaje de
democracia y probaron a ser, por primera vez, intelectuales en el sentido original
del vocablo: gentes que participan en el debate público con las únicas armas de la
palabra y la escritura».
No habría habido, por tanto, ese renacimiento descrito por Jordi Gracia de
una tradición liberal hibernada durante largos años, que ha dejado sólo rastros
mínimos, aunque numerosos, en el ámbito de lo privado, de lo familiar, del círculo
16 Javier Muñoz Soro
de amigos, de las lecturas a escondidas o de referencias públicas toleradas sólo en
medios escritos de muy limitada circulación, absolutamente integrados en el
sistema y ni siquiera sometidos a censura previa. Tampoco los jóvenes del 56
habrían tenido maestros en los que reconocerse, ante el patético espectáculo de la
traición o del miedo inmovilizante de los viejos maestros, de los “abuelos” del 98
como Unamuno, Baroja o Azorín, y de los “padres” como Ortega, Marañón o
Pérez de Ayala, y comprobada la falsedad y la retórica estéril de la generación
precedente, la del 36, la de sus “hermanos mayores”, en contraste con la escuálida
realidad circundante. Procedentes de familias que pertenecían al bando ganador en
la guerra, socializados en el fascismo y el catolicismo más intransigente, aislados del
resto del mundo, esos jóvenes ni siquiera podían buscar sus maestros entre los que
habían abandonado el país y seguían produciendo en el exilio.
Sólo el inapelable fracaso cultural y también económico del franquismo, eso
sí, fuertemente afianzado tras los éxitos diplomáticos de 1953, habría llevado por
un lado a los expulsados del poder a tomar conciencia no sólo de su derrota, sino
del verdadero carácter del régimen al que habían servido hasta entonces,
conduciéndolos antes o después hacia la democracia. Mientras, por el otro lado,
aupaba al poder a los tecnócratas del Opus Dei, más interesados en controlar la
política económica que en disputar la batalla cultural, como hasta entonces habían
hecho siempre los católicos (o puede ser también que sólo se retiraran a sus
“cuarteles de invierno”, el Estudio General de Navarra, en la cuna del
tradicionalismo, para acometer desde allí un día la reconquista espiritual de
España).
Ambos procesos, cada uno por su lado, dejaron huérfanos a los jóvenes
universitarios que, desarbolado el SEU, abandonarán con prisa su identidad
falangista y buscarán una nueva en otra parte, sobre todo en el marxismo, ahora sí
con la ayuda del PCE y de otras organizaciones históricas del antifranquismo. O
bien tratarán de hacer compatible su identidad católica con los nuevos
compromisos políticos, en un recorrido difícil como veremos y que casi siempre
condujo a la secularización. En suma, 1956, fecha clave en esta historia, habría
marcado el fin de los “grandes relatos” del pasado, dando paso a un paradójico
proceso paralelo de secularización del discurso político, en el poder con la
legitimación tecnocrática del “Estado de obras” y del “fin de las ideologías”, en la
oposición con el lenguaje de la democracia, el Estado de Derecho y los derechos
humanos, el mejor antídoto que exista contra semejantes filosofías de la historia.
Santos Julia ha construido él mismo un gran relato de la historia intelectual
durante el franquismo que parece tener pocas fisuras, pero que, al mismo tiempo,
deja poco espacio a otras pequeñas historias quizás compatibles con ese relato
principal. Jordi Gracia no cree que la ruptura de la guerra fuera absoluta, pues
supondría reconocer el éxito del Estado totalitario en su misión: lo ha intentado,
pero no lo ha conseguido. Ni que lo fuera tampoco el aislamiento, y cita a
Francisco Ayala, quien se asombraba de que «la juventud española, criada en el
secuestro de un régimen deseoso de aislarla bajo su campana neumática, se muestre
no obstante sintonizada, nadie sabe mediante qué mecanismo generacional, con la
Intelectuales y franquismo: un debate abierto 17
juventud de los demás países europeos». Los jóvenes que escribían en las revista
del SEU leían a Ortega y Machado, pero también a Sartre, Simone de Beauvoir,
Piscator, Brecht, Faulkner o Capote, y por ejemplo Recalde, como sabemos por
sus recién publicadas memorias, estaba bien informado a mediados de los años
cincuenta del pensamiento católico francés, desde Charles Péguy, Frangois Mauriac
o Paul Claudel hasta Bemanos, Maritain y Mounier. Argumentar el carácter
minoritario y elitista de esos grupos, algo habitual en la historia intelectual, es un
arma de doble filo, pues sirve lo mismo para relativizar el alcance de otros
fenómenos, como las propias movilizaciones universitarias de 1954-1956 (cuyas
consecuencias, sin embargo, sabemos hoy que fueron mucho más trascendentales
de lo pudo parecer entonces).
«¿Por qué me empeño en demostrar y presentar datos dispersos de que
hubo una pervivencia del liberalismo, de la modernidad, incluso en los años más
oscuros del régimen?». Jordi Gracia sale al paso de quienes puedan pensar que ha
realizado un ejercicio minimalista, brillante pero inútil, contestándose a sí mismo:
porque la exploración de esas formas pequeñas, ocultas, clandestinas, en un
periodo de hegemonía fascista, muestra que no todos «han perdido la cabeza», que
no han olvidado todo lo que aprendieron antes de la guerra, que han vivido en los
años treinta, que no se han vuelto «cafres automáticos» y son gente que ha tenido
que callarse o someterse ante un estado totalitario que no permite ninguna
discrepancia. Y porque quiere saber de dónde salieron algunos «talentos
indiscutibles», pese a formarse en la «miserable universidad franquista», que van
desde los pintores abstractos, los arquitectos y los escultores, a los literatos de los
años 50. Y, se podría añadir, porque el fracaso de los proyectos de una vanguardia
intelectual, falangista o católica que fuera, no explican la enorme eclosión cultural
que tuvo lugar a partir de la fatídica fecha de 1956, que llevó en los diez años
siguientes a la aparición de numerosas editoriales, revistas y otros medios de acción
cultural.
La hipótesis de la continuidad liberal depende, por supuesto, del sentido que
demos a ese término, “liberal”, y en ese sentido el mayor acierto de Jordi Gracia —
y, simétricamente, quizás una de las debilidades del relato de Santos Juliá— es
ampliar su sentido hasta los límites de otro concepto, el de “modernidad”.
Modernidad y liberalismo son cosas diferentes: sabemos por ejemplo cómo el
fascismo italiano del ventennio tuvo un proyecto de modernidad, sostenido por los
futuristas, y pudo crear obras todavía hoy tan modernas como la casa del partido
de Como. Pero es cierto, por una parte, que la contradicción entre ambos términos
se tenía que plantear antes o después, como acabó ocurriendo en Italia, y por otra,
que el franquismo no nació sino de un proyecto reaccionario y de ruptura explícita
con la modernidad. La fe ciega de la cineasta Leni Riefenstahl en su Führer no pudo
evitar que le asaltaran las dudas mientras visitaba la penosa exposición de arte
germánico, puro kitsch en comparación con las obras maestras arrinconadas en una
sala de “arte degenerado”, pues si alguien se equivocaba tanto en arte, podía
hacerlo también en política.
18 Javier Muñoz Soro
El (re)surgimiento del arte informalista a finales de los años cuarenta, con el
apoyo directo de Falange, los primeros edificios que retomaban de algún modo el
movimiento moderno, ya en los cincuenta (el de Sindicatos, de Cabrero), o la
literatura que hablaba de miseria o incluso de la guerra, como E l Jarama, eran
señales de que el pasado no había podido ser enterrado y de que no podía
mantenerse aislado del mundo exterior a toda una nación. Eran pues, en palabras
de Jordi Gracia, «las puntas visibles de lo que está siendo una transformación
interna de minorías, de elites, de circuitos intelectuales», y de lo que «diez años
después empezará a ser un intento de articulación bien armado de una resistencia
intelectual ya no sólo al franquismo, sino al anacronismo, a la aberración
intelectual». El desacuerdo en este punto parece difícil de salvar, pues Santos Juliá
se muestra tajante al afirmar que:
«…la tradición liberal no pudo ser retomada por los liberales, atena
zados de por vida por su dramática experiencia, ni fue continuada por sus
‘comprensivos’ lectores de los años cuarenta y primeros cincuenta, que
rompieron consciente y voluntariamente con esa tradición, frecuentada por
ellos en sus años mozos, y pretendieron poner en su lugar una nueva ver
sión, pasada en un primer momento por el fascismo, luego por un
falangismo aristocratizante, de la unidad cultural española, católica en su
médula, integradora por absorción del contrario en su meta final».
Tanto que «la aparición de una cultura política democrática en España no
fue el resultado del crecimiento y desarrollo de una tradición liberal sino del
fracaso de una política unitaria a cargo de destacados falangistas», cuya cultura
política «llegó a ser democrática sin haber sido previamente liberal».
En su acotación al debate, Santos Juliá precisa con razón que una obra de
arte, por sí misma, no es ni deja de ser liberal. Quizás para entender la función de
la modernidad en este proceso hay que diferenciar, como hace Francisco Sevillano
Calero en estas mismas páginas, entre “política cultural” y “productos culturales”,
asumiendo la autonomía y la tensión entre ambos términos, igual que entender
aquí la función del liberalismo requiere distinguir entre “disidencia” (externa) y
“disenso” (interno). Es evidente que el franquismo no albergó en su seno ninguna
clase de proyectos ni veleidades liberales; sí pudo en cambio —autores como
Alfonso Botti han demostrado que había bases para ello—albergar proyectos de
modernización. Unos fracasaron ante el reaccionarismo cuartelario y clerical del
franquismo: el proyecto político y cultural del sector falangista y católico de los
“comprensivos”; otro tuvo éxito tardíamente: el económico de los tecnócratas
opusdeístas. La China actual demuestra la posibilidad de sobrevivir en esa paradoja,
de que la ambigüedad es ideología y como tal se comporta.
En las revistas del SEU o en los discursos de Ruiz-Giménez como ministro
se encuentra también la defensa de los intelectuales, por muy orgánicos que fueran,
ante «la actual campaña contra la inteligencia» (Ridruejo) desde un régimen que
gustaba definirse como anti-intelectual y donde todavía muchos sacaban la pistola,
Intelectuales y franquismo: un debate abierto 19
o el sable, cuando oían la palabra cultura. No faltaba tampoco el complejo de
inferioridad, inevitable comparando los frutos del presente con los del inmediato
pasado, ni la búsqueda de la autoridad de los maestros que legitimara la propia
obra, a todas luces insuficiente. Así en una carta dirigida por Dionisio Ridruejo a
Juan Aparicio en la primavera de 1953, publicada en Revista y reproducida por
Alcalá, con el título “La culpa, a los intelectuales”:
«Hay hoy en España un amplio sector de la vida intelectual acampado
en la fe católica y en los ideales del 18 de julio. Es, podemos decir, la gene
ración puente (puente, lo sé, cuya voladura no deja de ser deseada por unos
y otros). ¿Será mejor que esa generación aclare ante sus continuadores el
legado de los maestros, integrado en su propio pensamiento y en su propio
sentir, o haga de dislocadoras [sic] entre los maestros y los jóvenes para que
estos últimos descubran por su cuenta el árbol prohibido y, juzgándolo por
su valor y a nosotros por nuestra falsedad, saquen sus propias consecuen
cias?».
La ruptura de lo que Ridruejo llama “generación puente”, y otros “interme
dia”, se produjo tanto hacia atrás como hacia adelante, de manera que Santos Julia
subraya «la quiebra de aquella ilusoria línea de continuidad que se había pretendido
establecer entre la generación ‘integradora’ y la que venía pisándole los talones». En
1956 los jóvenes habrían descubierto que aquellos maestros “eran de barro”, en
expresión de Juan Benet, que ha sido también objeto de polémica (en la encuesta
realizada por José Luis Pinillos en 1955 entre los estudiantes de la universidad
madrileña, el 67% se consideraba una generación sin maestros por la falta de
sinceridad, dedicación y autenticidad de los mismos, si bien el 85% se consideraba
culturalmente “liberal”, con Ortega como referente). En su libro, Santos Juliá ha
llevado a cabo una necesaria e higiénica clarificación cronológica y textual de las
diferentes posiciones, porque tan fundamental es la exacta cronología, como una
fidelidad casi arqueológica a lo escrito o dicho en cada momento para poder
comprender lo ocurrido, contaminado de revisiones y autojustificaciones a
posteriori, entre ellas la tan manida del “falangismo liberal”.
Para Elias Díaz, sin embargo, se ha recurrido en exceso a ese expediente —
aunque sea con una intención muy distinta a la que movía a los autores de los
libelos que circulaban en los años sesenta—y no tendría en justa consideración ni
las circunstancias del momento —razonamiento que Juliá ha calificado de “fraude”—
ni los límites impuestos al discurso público de los protagonistas durante aquellos
años. Es más, ocultaría los indicios que ya muy pronto, desde los mismos años
cuarenta, apuntaban hacia una evolución futura. Desde este punto de vista, se
habría convertido a Laín Entralgo en un personaje patético, paralizado por el
temor; a Tovar en un nostálgico impenitente de la “revolución pendiente”; a
Aranguren en un falsificador sistemático de su propia biografía, necesitado siempre
de la aprobación de los jóvenes, cuando no en un delator; a Ruiz-Giménez en un
resentido, y hasta a Tierno Galván en un cínico. Olvidando la trascendencia que en
20 Javier Muñoz Soto
la historia cultural tiene no sólo el propio discurso, sino el de los demás referido a
uno mismo: desde los durísimos juicios negativos que todos ellos merecieron desde
los sectores más inmovilistas del franquismo, a la importancia que un amplio sector
de la opinión pública y de la izquierda antifranquista concedió a sus respectivas
evoluciones personales. Y, sobre todo, para lo que ahora nos interesa, olvidando a
quienes sí vieron en Ruiz-Giménez, Ridruejo, Aranguren o Tierno a maestros de
pensamiento y de vida, o al menos en referentes indiscutibles incluso para muchos
situados fuera de sus respectivos círculos universitarios.
Para Elias Díaz, en la interpretación de Santos Juliá habría una “equidistan
cia” inadmisible entre los dos grandes relatos, el de la España sin problem a y de la
España como problema, el “excluyente” y el “comprensivo”, que en ningún caso
podrían ponerse al mismo nivel considerando su diversa actitud hacia la guerra y el
pasado, hacia las posibilidades que ofrecía el presente de mayor respeto a los
derechos humanos, y hacia las perspectivas futuras de una mayor apertura política.
Habría además poca sensibilidad hacia las grandes diferencias que existen entre el
proyecto asimilador de los primeros años cuarenta y el “comprensivo” del periodo
1951-1956, semilla dentro de España del discurso de la reconciliación, clave como
afirma también Santos Juliá para deslegitimar el franquismo y sentar las bases
civiles de la democracia.
Tampoco cree Elias Díaz que 1956 marcara el final de esos “grandes rela
tos”, pues la tecnocracia, por un lado, seguía siendo un gran relato camuflado
detrás de la neutralidad técnica y del discurso del “fin de las ideologías”, muy lejano
de lo que ese discurso significaba en las antiguas y bien asentadas democracias
occidentales, como se denunció a menudo desde la revista Cuadernos para el Diálogo.
Ni siquiera el antifranquismo, por otro lado, renunció a las grandes filosofías de la
historia, como demuestra la generalizada adopción del marxismo por la “nueva
izquierda”, e incluso por los “nuevos católicos” y los democristianos. Si es cierto
que dentro de ese combate por la revolución había implícito otro contra la
dictadura, por la democracia y los derechos humanos, en realidad mucho más
concreto e inmediato, entonces hay que asumir que la interpretación del discurso
de los actores históricos no puede quedarse en lo textual y debe ir mucho más allá,
hacia la interpretación del texto en su contexto. Un punto de partida hermenéutico
indispensable para la historia cultural, como ha escrito Santos Juliá en la
introducción de su libro.
El acercamiento de los “comprensivos” a los vencidos, quizás no en 1941
pero sí diez años después, con gestos simbólicos como, por ejemplo, la
reintegración a sus cátedras de algunos exiliados (cuya importancia no puede ser
disminuida aunque careciera de consecuencias políticas), es lo único que puede
explicar, según Elias Díaz, las iniciativas de Ridruejo con su revista Mañana, o de
Ruiz-Giménez con Cuadernos para el Diálogo, ya en los años sesenta. Los dos
destacaron, precisamente, en la lucha por la democracia parlamentaria y los
derechos humanos, así como en la recuperación del legado liberal y del “socialismo
de cátedra” a través de iniciativas como el Instituto de Técnicas Sociales (ITS). Y lo
hicieron además en medio de, si no contra —sobre todo en el caso de Ridruejo—la
Intelectuales y franquismo: un debate abierto 21
hegemonía del discurso revolucionario marxista, de la “democracia real” y del
“socialismo científico”, del radicalismo crítico marcusiano, del estructuralismo
althusseriano o del maoísmo. Corrientes a las que se sumaron con entusiasmo, por
cierto, muchos de esos jóvenes ex falangistas o católicos, desilusionados y
huérfanos desde 1956, que hoy reivindican su protagonismo en la lucha contra la
dictadura y la creación de una cultura democrática, en contraposición a los ‘Viejos
maestros”. Hoy lo que estamos debatiendo aquí de hecho no es otra cosa que la
aportación de estos últimos al éxito de la transición democrática.
Dentro de ese proceso general las distintas trayectorias vitales de los prota
gonistas tienen, tratándose de historia intelectual, una relevancia que no puede
quedar al margen. Feliciano Montero interpreta en su artículo del dossier la que
llama “autocrítica del catolicismo”, que empieza ya a finales de los años cuarenta
con las conversaciones de San Sebastián, cobra fuerza en los cincuenta, con una
notable influencia del debate católico francés, y es refrendada en los sesenta con las
encíclicas de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. La presencia constante del
exilio, de su legitimidad política, sus intelectuales y sus obras culturales constituye
otro factor a considerar, como ha recordado Abdón Mateos, sobre todo al marcar
una dirección durante todo esos años, por ejemplo en el discurso de la
reconciliación.
Sobre estos temas y en estos términos, quizás demasiado duros a veces, ha
quedado planteado el debate, a la que esperamos dar desde Historia del Presente una
contribución importante. El dossier pretende además cubrir el periodo sucesivo y
menos estudiado, el de los años sesenta y primeros setenta, lo que solemos llamar
“segundo franquismo”. La evolución de los intelectuales católicos —aunque
entonces casi todos lo eran – desde la autocrítica religiosa al compromiso político
es narrada con detalle por Feliciano Montero. Una narración que llega hasta la
experiencia del Frente de Liberación Popular (FLP, el popular “Felipe”) y la
fundación de la revista Cuadernos para el Diálogo por Joaquín Ruiz-Giménez en 1963.
Ambas iniciativas tuvieron en sus orígenes una amplia participación de los
cristianos y su evolución, precisamente por eso, va a ser tan representativa de un
proceso fundamental en la historia de la España contemporánea: la secularización
del discurso y la actividad intelectual, política y social, que respecto a Europa mira
más hacia el norte que a sociedades en apariencia tan semejantes como la italiana.
Esa evolución de los intelectuales católicos va a confluir durante los años
sesenta en la oposición antifranquista para construir el discurso de la reconciliación
y una nueva razón democrática a través de varios niveles, que Elias Díaz analiza en
su artículo. No ya sólo el trabajo intelectual dirigido a restaurar el sentido del
lenguaje y de la ética política frente al irracionalismo totalitario y nacional-católico,
sino también el compromiso individual en la lucha por las libertades negadas
(iniciativas como manifiestos, asambleas, etc.), la recuperación de la tradición
liberal y democrática anterior a 1936, la reconstrucción de una verdadera
comunidad intelectual con el exilio, la superación del aislamiento intelectual
impuesto por el régimen y el reconocimiento de la pluralidad lingüística, cultural y
política.

Javier Muñoz Soro

El esfuerzo en ese sentido fue múltiple, igual que sus canales de expresión,
de ahí que la parte final del dossier presente tres trabajos que adelantan
investigaciones en curso o apenas terminadas, pero todavía inéditas: sobre una
revista tolerada que acabó convirtiéndose en símbolo del antifranquismo cultural,
Triunfo, en cuyo estudio Annelies van Noortwijk ha sido pionera; sobre una
editorial con no menos valor simbólico y referencial, Ciencia Nueva, parte de la
investigación de Francisco Rojas sobre cambio cultural y actitudes políticas en la
España de los sesenta; y sobre el cine bajo el franquismo, objeto de la tesis de
doctorado de Carlos Aragüez, donde por cierto volvemos a encontrar a García
Escudero, intelectual católico y multifacético, junto a los nombres más conocidos
de Ridruejo o RuÍ2-Giménez. Tardaron veinte años -q u e no son pocos—en darse
cuenta de su error en la defensa del fascismo y de un régimen impuesto por el
terror, pero después de todo pegarse un tiro o hacerse cartujo como escribió el
falangista Eugenio Montes a propósito de la evolución personal de Ridruejo quizás
hubiera sido más ético, pero seguramente menos útil para nuestra democracia.

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