La muchacha de los ojos de oro
La novela comienza así:
Uno de los espectáculos que más estupor produce contemplar es, indudablemente, el aspecto general de los habitantes de París, gente feísima de ver y de color desvaído, semblante ocre y atezado. ¿No es acaso París un inmenso escenario que trastorna continuamente una tempestad de intereses bajo la que gira el torbellino de una cosecha de hombres que la muerte siega con mayor frecuencia que en otros lugares y vuelven a nacer en la misma estrechez, hombres cuyos rostros enrevesados y tortuosos rezuman, por todos los poros el alma, los deseos, los venenos que preñan sus cerebros, no ya rostros, sino máscaras, máscaras de flaqueza, máscaras de fuerza, máscaras de miseria, máscaras de alegría, máscaras de hipocresía, todas ellas exhaustas, todas ellas impregnadas de las marcas indelebles de una anhelante avidez? ¿Qué ansían? ¿Oro o placer?
¡Ay, querido amigo, desde un punto de visto físico, la desconocida es el ser más adorablemente mujer que jamás haya conocido! Pertenece a esa variedad femenina que los romanos llamaban fulva, una mujer de fuego. Y de entrada lo que más me llamó la atención, algo de lo que aún estoy prendado, fueron dos ojos amarillos como los de los tigres: un amarillo de oro que reluce, oro vivo, oro que piensa, oro que ama. (…)
En este extraordinario ejercicio literario con el que nos deleita el autor de La comedia humana descubriremos algunos de sus más inolvidables personajes, con los que traza una metáfora, bella y precisa, sobre el hecho de amar y ser amado.
Compartiremos con Balzac una trágica y apasionante historia de amor que se desarrolla en las bulliciosas calles del París del siglo XIX, y que le sirve al insigne novelista para profundizar en la idea del amor, del deseo, en las extensiones de la sensualidad, el erotismo y la voluptuosidad, en resumen, en muchos de esos aspectos que nos hacen ser humanos y que ocultamos, en ocasiones, hasta de nosotros mismos.
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